ENSAYO de UNO: En DEFENSA de la IRONÍA


NOTAS AL PIE de Fb 1

En defensa de la ironía

Antonio Gramsci recomendaba solo el “sarcasmo apasionado” para la praxis política, en contra de la ironía. La ironía no tenía remedio, para el sardo, puesto que siempre hay que explicarla, argumentaba, en la medida en que ella se expresa a través del “argot de un ermitaño literario”, que en la custodia del secreto goza en su elitismo entonces conservador y , en consecuencia, obstáculo de la voluntad de cambio y aporía del progreso dialéctico de la clase. Pero en ese estado de las cosas, daba en el clavo, como se dice. Efectivamente, es imposible que el proletariado o una hinchada de fútbol sean irónicos y no sarcásticos. La lucha política y la futbolística solo admiten brulotes “apasionados” en tanto proyectiles dirigidos en línea recta a un blanco preciso; con obviedad, esas flechas confirman directamente a los luchadores en esas luchas, mientras que la ironía es indirecta, dubitativa y hasta cínica, al estilo de Antístenes y Diógenes de Sinope. Insistamos, a Gramsci, que parecía olvidarse, en el momento de la enunciación, de la amistad entre el irónico poeta Heinrich Heine y Carlos Marx, no le faltaban razones para una pugna por una sociedad obrera e igualitaria. Pues el sarcasmo desemboca fácilmente en lo universal de las taxonomías, en cambio la ironía es individual, es una cuestión “personal”; no hay suficiente tiempo para la ironía, los tiempos urgen en las batallas políticas. El sarcasmo es universal y anda en buses repletos de un gentío vociferante. Al contrario, Sócrates es un individuo, un particular, y los sarcasmos, que refuerzan la salud del colectivo, con frecuencia pertenecen a un conjunto, universalizable sin dificultad, los sofistas. SØren Kierkegaard lo supo antes que Antonio Gramsci. En su tesis doctoral sobre la ironía, cuenta que “Aristófanes no identificó a Sócrates con los sofistas, pues la sofística es el desenfrenado y salvaje saltar de aquí a allá del pensamiento egoísta, y el sofista su jadeante sacerdote. Y así como el pensamiento eterno se disuelve, con la sofística, en una infinidad de pensamientos, ese hormigueo de pensamientos se hace visible en un correspondiente hormiguero de sofistas. En otras palabras, no hay nada que obligue a pensar en un sofista como uno solo; el ironista, en cambio, es siempre uno solo; el sofista cae bajo el concepto de clase, de género, etc.; el ironista, en cambio, bajo la determinación de la personalidad. El sofista está siempre sumamente atareado, buscando siempre atrapar lo que tiene delante; el ironista, en cambio, se retrae hacia sí mismo en cada instante en particular; y ese retraerse y su consecuente reflujo son precisamente una determinación de la personalidad”. Los sofistas realizaban y realizan su tarea apasionada y asalariada a cambio de un discurso según la “cara” del que paga, por eso resultan famosos y caros, en el sentido también de “queridos”, y se demanda oírlos en su constante seducción de pensamientos provincianos. Los sofistas son profesionales de la escucha, no justamente analítica, y obran al unísono para los unicatos. En ese sentido, hasta ayer nomás había sofistas en nuestra Biblioteca de Alejandría; que sermoneaban, decía Fogwill. Se sabe, los sofistas están enamorados de su propia voz y por lo tanto en ese hablar de locutor e improvisando con vehemencia y ambigüedad se permiten decirlo (escribirlo) todo del Todo.

La ironía reclama para sí un ser inestable y desconfiado que tome distancia y no caiga ni recaiga en la fascinación de las "cosas". No es realista, es nominalista y pariente de la metáfora y la alegoría. Como Jorge Luis Borges, el ironista no cree ni advierte que existan las "cosas" sino solo las "palabras" que aproximan a "ellas". Antonio Gramsci estaba seguro que existen la "Realidad" y la "Verdad" a secas, y que es fácil hacer que el vecino tome "conciencia" de ellas, ergo, se las puede traducir literalmente; a su modo, según su saber "científico", Gramsci nunca podría estar "alienado". Desde el punto de vista de la ironía no hay modo de escapar a la alienación puesto que "lamentablemente" no hay manera de evitar el desfase entre "palabras y cosas". Preferimos seguir también en esto a Vladimir Jankélévitch (La ironía, Bs. As., el cuenco de plata,2015): “Sin embargo, nuestras ideas sobre la función del lenguaje están viciadas por la teoría realista de la Expresión, que a su vez se basa en una especie de prejuicio paralelista. Pretendemos que el signo revele el sentido y que haya una misma cantidad de ser en uno y otro, invisible en la idea, encarnado en la palabra. Incluso los lamentos de los filósofos y de los poetas respecto de lo “inefable” y de lo “indecible” son, en última instancia, un dogmatismo decepcionado. Sería más justo que el lenguaje fuera fiel y la percepción, verídica; y uno se indigna por la traición y rezonga contra el logos gramatical y se abandona a un ilusionismo que es como el gesto de amor despechado de los dogmáticos. Todo sería más simple si dejáramos de imaginar una “traducción”, algo así como la transfusión de un pensamiento milagrosamente evocado en sonidos y signos. Pero para lograrlo antes habría que renunciar a la idea de una correspondencia “yuxtilineal” entre las ideas y las palabras”.

El "sarcasmo apasionado" siempre tiene todas las respuestas, el ironista descreído, todas las preguntas.

C.A.B.A. Viernes Santo,14 de abril de 2017




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